viernes, 25 de febrero de 2011

No sé por qué desperté ahí.

No sé por qué desperté ahí, pero ahí estaba. Mi ropa y mi cuerpo estaban todos llenos de tierra y mugre. Me sentía un tanto mareado y muy desorientado. Me levanté del suelo y vi a mi alrededor. Todo brillaba, el fuego consumía todos los matorrales que alcanzaba. Estaba en una llanura que se quemaba, y muy al fondo se veían unos cerros que se habían salvado del fuego. Esa imagen me recordó El Llano en Llamas de Juan Rulfo. Efectivamente, yo estaba en un llano y el llano estaba en llamas. De hecho se parecía mucho lo que veía a la portada de aquel libro que leí alguna vez.

Me comenzó a abrumar la desesperación, ¿qué iba a hacer? Busqué con la mirada algún lugar a donde huir de esos fuegos tan aterradores, y bajo el cielo púrpura de anochecer o amanecer, encontré una pequeña cabaña que parecía haberse salvado de un final en cenizas. Decidí correr hasta allá y conseguirme un poco más de esperanzas para salvarme y regresar a mi vida normal. No quería que mi tiempo en este planeta terminara en una situación a la cual no supe cómo llegué.

Corrí y corrí con rumbo hacia la casita. Las espinas de los matorrales me rasgaban lo que llevaba puesto y en algunas ocasiones llegaban hasta mi piel. Creo que el fuego no quemó a las espinas, sino que más bien les dio filo y las endureció para que acabaran con cualquier ser que intentara salir de ahí. Lastimaban la carne como si estuvieran al rojo vivo y cortaban la tela con tanta precisión como las tijeras de un sastre.

Logré llegar a la casa; mi cuerpo suplicaba descanso y entrar a aquel lugar suponía esperanzas de encontrarlo. Las pocas fuerzas que me quedaban me ayudaron a subir los escalones del porche de la casa y llegar a la puerta. La golpeé unas tres veces, no sabría decir el número de golpes con seguridad. Nadie abrió. Mi corazón flaqueó y cerré los ojos en un intento de convencerme que esto no estaba pasando. Entonces, oí el rechinar de la puerta abriéndose. ¡Había alguien! Era una anciana con pinta de buena gente, y cuando me invitó a pasar me di cuenta que no era sólo la pinta, sino que lo era en realidad. Entré a la casa y la mujer me sentó en la cocina. Me inspeccionó con la mirada de arriba abajo y diciendo esta frase: “sígueme, tengo justo lo que necesitas para mejorar”. Le hice caso y fui tras de ella.

En la parte posterior de la casa había una puerta en el piso, por donde entramos los dos, yo detrás de ella. Había unas escaleras. Eran muchas. Bajamos durante unos momentos hasta llegar a una cueva, supongo que subterránea. La cueva no estaba oscura, aunque no había indicios de iluminación artificial. Revisé todas las paredes y el techo para descubrir que en verdad no había lámparas, ni antorchas ni velas. Para mi sorpresa, la iluminación provenía del suelo. Había un pequeño lago al fondo de la cueva, y de aquel lago era de donde venía la luz. Era una luz blanca tenuemente azulada, o tal vez al revés. Creo que lo más certero sería decir que el agua era azul. Y que al fondo del lago se veía algo blanco.

Mientras yo seguía perplejo observando el agua, la anciana me dijo: “ahí está”. Supongo que mi cara de poco entendimiento le contestó por mí, ya que volvió a hablar: ”ahí está lo que buscabas; es tu cura, tu redención”. Seguí sin entender a qué se refería, pero sin dudar me adentré poco a poco en el agua hasta estar a flote. Comencé a sentir una extraña sensación y cerré los ojos. Mi dolor se desvaneció al igual que mi cansancio. Dejé de pensar y me llené de dicha. De ahí en adelante, no recuerdo más. Pero ahora heme aquí, sentado en una inmensidad, platicándole mi historia a no sé quién. “¿Hay alguien ahí?”, grité.

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